No sé qué tan formado está en la realidad el camino de Santiago. En mi cabeza da vueltas y vueltas y vueltas. Falta poco más de un mes para aterrizar en Madrid. Hoy estoy en otro Santiago, en Chile, viajé por trabajo y aproveché para quedarme unos días más. Es casi imposible por estos días no sucumbir al shopping en esta ciudad. Tengo un debate interno entre el no comprar cosas por la simple razón de que están baratas y algún mambo interno que me dice que si deseo algo, está bien que vaya por ello. Sí, ya sé que no es políticamente correcto decir que deseo algo material. Pero, por ejemplo, gasté en un sello lindísimo, con pequeñas frases. Sé que lo voy a usar pocas veces pero… ¿Por qué no comprarlo si es algo que voy a disfrutar?
Y ahí alguna neuronita me pegaba una trompada para recordarme que no necesito nada.
Parte del paseo fue mirar percheros a ver si encontraba algo ante lo cual dijera: «¡Lo quiero!». Y también entré a todas las casas de ropa outdoor que me encantan con la excusa de comprar algunas cosillas que necesito para la peregrinación. Y ahí alguna neuronita me pegaba una trompada para recordarme que no necesito nada. Alguien me ofreció su mochila (¡Gracias!), otro me dijo que me lleve su bolsa de dormir, tengo rompevientos impermeable, polar, remeras respirables y hasta zapatillas de trekking de invierno y verano. Obvio que hay un par de cosas que podrían ser mejores pero algo en mí me dice que una parte del camino tiene que ver con prescindir. Supongo que más que esa campera especial (sí, hay una en particular que me gusta mucho) importa abrir los ojos y el corazón.
Eso quiero, estar dispuesta a lo que el Buen Padre Dios me quiera regalar, dejar que el camino me sorprenda. Sin imponer mucho las reglas (ni siquiera a mí misma, que suelo ser mi primera víctima) pero saboreando cada presente.