ETAPA XX · Foncebadón – Ponferrada
La flechas amarillas son mis aliadas desde hace unos días. Casi me animaría a decir que me convertí en una experta «encontradora» de estos indicadores. Levanto la mirada y en un paneo rápido detecto por dónde sigue el camino. Sin embargo, debo reconocer que no siempre las veo. Ayer salí de Molina Seca con María (de Gijón) y en medio de una charla interesante pensamos que nos habíamos salteado el desvío. Pero, llamémoslo suerte o providencia, en cuanto comenzábamos a pensar qué tal vez estábamos equivocadas ya que ni hacia adelante ni para atrás veíamos peregrinos, apareció una mujer con un niño y pudimos preguntarle si íbamos en la dirección correcta. Ella fue nuestra flecha amarilla.
Si bien siempre es el mismo símbolo, va cambiando de forma y soporte según la región. Y a veces, como ayer, no son trozos de madera pintada o tallados en piedra sino personas que nos van señalando por dónde ir. Ver las flechas me da cierta paz… es la certeza de ir por el camino correcto (que, a su vez es la tranquilidad de no tener que retroceder para retomar). En la vida no me resulta siempre tan fácil detectar estas señales. O quizás tengo menos confianza cuando no son del todo claras o dudo más al descubrir una que no es tal cuál esperaba verla o me enceguezco pensando que fui por el lado equivocado en lugar de levantar la mirada hacer un paneo buscado ese signo advirtiendo que la cosa es por ahí…