13 cosas que aprendí en cuarentena

Todos estamos aprendiendo siempre. Eso lo sé desde hace algún tiempo. Pero también es cierto que hay momentos especiales, que son como hitos, rupturas o comienzos que resultan particularmente intensos. Con mil cambios de hábitos, esta cuarentena probablemente sea uno de esos. Puede ser un paréntesis o un destacado. Elijo lo segundo.  

En casa.

Intentaría hacer la lista en orden,pero hasta me cuesta decidir el criterio: por orden de importancia, por el impacto en lo cotidiano, por fecha… Cómo sea, acá van desordenadas y con la certeza de que la lista es más larga, 10 cosas que aprendí (o recordé) en tres meses de aislamiento. 

1- Los que más saben tienen un montón de dudas y están dispuestos a aprender y corregir el rumbo. Los que saben -o sabemos poco- somos un poco más tercos. Hablé con grandes profesionales cuando el coronavirus parecía tan lejano como China (sí, en la misma época en la que Ginés dijo que el virus no iba a llegar a la Argentina y cuando la OMS aun no había declarado la pandemia). Hablamos de barbijos, vacunas y distancia social entre otros temas. También de cómo se esconde o pasa inadvertida la tuberculosis «enfermedad marginal«. Recuerdo algo que me quedó picando en la cabeza (me fui de esa entrevista confirmando tres o cinco nuevos casos positivos): «Seguro que si hablamos en dos semanas te contestamos otra cosa«, me dijeron los infectólogos que entre muchas cosas enfatizaron que los niños no se enferman de COVID-19 y que no había razón para usar máscaras. Fui talibana del no uso de barbijos al punto de debatir en el laburo si estaba bien o no poner fotos de personas usándolas para ilustrar las nota de esta enfermedad. 

Un barbijo muy lindo hecho por mamá.

2- ¡A cocinar con ganas! El primer fin de semana de aislamiento busqué una receta de medialunas. Suelo hacer pan casero, esta vez quería algo distinto. Podría haber bajado a la panadería, pero me parecía que estaba bueno aprovechar que estaba más tiempo en casa para hacer esas cosas. Salieron bien. ¿Perfectas? No, ni cerca. Aunque estaban riquísimas. Después hubo varias recetas que recuperé, otras que incorporé y hasta alguna que no resultó como esperaba. Y siguieron unos días en modo automático, como sacándome la tarea de encima. Diría que fueron unos días sosos hasta que se prendió la lamparita y me dí cuenta de que necesitaba un poco de sal y pimienta. Y volvió Flor Gourmet (ponele) con más variedad de sabores y nuevas recetas y demás. Un placer. 

3- Que me irrita la trampa en todas sus versiones. Pero que yo también caigo a veces (el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra). Primero me dí cuenta de que los «policías de cuarentena» me hacían sentir mal. Pero enseguida noté que me irritaba cuando alguien contaba cómo rompía la misma afirmando que su caso era diferente. «Fui a comer asado a lo de unos amigos pero viven en el mismo barrio«. «En realidad yo me quedaría en casa pero salgo para (y una lista interminable de excusas)«. «Yo puedo ir porque tengo permiso«… ¡No! Tu permiso es para ir al trabajo, no para ir yendo a las casas de tus amigos por boludeces, gritaba mi Pepe Grillo interno. Primero me irritaba. Después fui entendiendo un poco más que todos tenemos nuestras razones. Y caí en la cuenta de que lo que me cae mal es la mentira, la trampa, el creerse más vivo que os demás o con más derechos. Tiendo a cumplir la regla. Si es un vale todo, me atengo a eso también. Pero cuando hay una norma y todos empiezan a justificarse para quebrarla, me atraviesa de una forma inexplicable. Aprendí que es mejor frenar. Respirar. Entender que yo a veces también tengo mis motivos para escaparle un poco a la norma. A veces me sale. Muchas me sigue irritando, pero sobre todo por la falta de respeto al otro que implica. 

4- En el afán de estar comunicados, muchas veces terminamos pasándonos un informe que nos aleja. Bueno, no es algo nuevo. Pero sí me dí cuenta de que se pierde mucho del intercambio espontáneo en los vínculos mediados por aplicaciones. Del caos de un Zoom multitudinario a la interferencia de un auricular en mal estado (y ni que decir si en algún lado la conexión no es buena). Y a eso sumar que cuesta más abrirse a la pantalla que a alguien mirándote a los ojos, que los chistes llegan con delay, que cualquier comentario puede ser leído de mil maneras. Punto para el encuentro real. Pero, al mismo tiempo, llamado de atención para la forma en la que (me) comparto y escucho/leo a los demás. Me quiero bajar de cada uno de los grupos que se convirtieron en «cartelera parroquial». Y también reconozco que nos ayudan a estar «cerca» (si es que vale la expresión).

Un día de trabajo que se suponía que iba a ser tranquilo y me dejó fulminada. Creo que uno de los primeros de muchos que vinieron después. De esos en los que las horas pasan volando porque no tenés un minuto para desconectar.

5- ¡Lo global de esto me alucina! Tengo amigos en distintos continentes: fui hablando con ellos a lo largo de este tiempo. Todos guardando y atravesando distintas fases de escalada y desescalada, con distintos nombres, curvas, restricciones y permisos, pero todos atravesados por la misma realidad. creo que nunca lo había vivido. Al menos no lo había notado. Desde las primeras semanas, aun antes de que hubiera casos acá, iba chequeando qué pasaba en Sudáfrica, pendiente de mis vacaciones y con el deseo de que en mayo ya estuviera todo resuelto (pobre ilusa). En relación al punto anterior, fue hermosa la coincidencia para compartir.

6- Salir puede ser importante, pero lo que todos anhelamos es encontrarnos y compartir. Quería gritarlo a los cuatro vientos desde la primera vez que se habló del permiso de los niños para las salidas y de los adultos para correr. Nos iban a dejar salir y muchos creían que eso era clave (seguramente es muy importante) pero lo que realmente impacta es poder encontrarnos, compartir, charlar, estar. Al final, muchas caminatas de los niños fueron vueltas manzanas compartidas con veci-amigos y lo mismo ocurrió con «los runners»: al aire libre, con barbijo y distancia, el permiso para entrenar abrió la puerta a los encuentros. Sí, hubo quienes lo «usaron mal». Pero todos tenemos nuestras razones (lo estoy aprendiendo, ver el punto 3).

Fui la «cuidadora designada» para este par de adultos mayores. Y en algún momento me dí cuenta de que recibí de yapa el regalo de ser hija única por unos ratos.

7- Es fundamental tener (al menos) un par de buenos hobbies. Uno de los míos es encuadernar. Me siento feliz haciendo cosas en casa. Cada vez que tengo un rato libre pienso qué podría hacer (todavía no saqué agujas y lana para tejer, no encuentro el momento). Sigo con mis clases de canto, cuesta, pero muchas veces es una píldora de amor y buena energía. Y la profesora de encuadernación creó un espacio lindísimo para seguir con el taller online. Y eso me empujó a aprender cosas nuevas, a buscar soluciones y a equiparme. Y cada cuaderno de cuarentena me hace feliz. Disfruto cada etapa del proceso. Desde buscar ideas de la nada y encontrar materiales -o decidir usar algo específico y buscar una técnica acorde- hasta sacarle foto al resultado, con sus imperfecciones. También compré marcadores porque tenía ganas de dibujar palabras. Y veo que la gente con hobbies la pasa mejor: jardinería, cerámica, macramé. No importa qué… algo que ocupe las manos y deje que las ideas vayan y vengan con libertad.

8- El ocio realmente es noble. Pero también puede ser nuestro enemigo. Siempre tuve grabada a fuego esa expresión de Mamamá, mi bisabuela. En una carta que le escribió a mamá (su nieta mayor) le daba una especie de consejos o máximas de vida y ahí decía: «Acumula riquezas morales, no te dejes tentar por el brillo monetario. Pero no dejes por ello de procurarte mansas horas libres, de «noble ocio», no te olvides de soñar». Mamamá escribía increíble y pensaba aun mejor. Mi recuerdo es que sabía vivir. Ella hubiera salido ilesa de esta cuarentena eterna. Capaz hay algo suyo corriendo por mis venas. Ojalá.

9- Lettering. Ya confesé: me compré unos marcadores. Fue mi primera compra de cuarentena. Y elegí unos hermosos, una paleta lindísima de tonos desaturados. Y dibujé palabras por acá y por allá. Después se me pasó un poco, pero ahí los tengo, cada tanto los tomo de nuevo para dibujar unas letras. En algún momento sumé otros, buscando ideas, para sacarme el gusto. No diría que sé hacer lettering, estoy a años luz, pero juego con eso y está más que bien.

Las primeras letras con mis marcadores nuevos.

10- La gente te puede sorprender y vos podés sorprender a las personas. Sólo es cuestión de romper barreras: prejucios, timidez, miedo al qué dirán o a hacer el ridículo. Uf… Creo que esto es muy extenso para desarrollar. Peor quiero tenerlo presente: si rompés la barrera podés sorprender y sorprenderte. En el sentido más positivo de la palabra. Siempre para bien. Es sólo cuestión de animarse. No, obvio que no siempre es fácil. Y dudo que lo haya aprendido de una vez y para siempre. Sólo lo pongo en la lista para recordármelo tantas veces como sea necesario.

Del día que me hice una mascarilla de café.

11- Dios ordena. Va acomodando las cosas. Aun cuando a veces parezca que no tiene ni idea. Cuando yo no sé por donde seguir… el camino se va abriendo. Es como si lo único que tuviera que hacer es confiar y caminar. Y la vida en el movimiento se va ordenando. Darle espacio para que me ordene a mí, también. De nuevo, es un aprendizaje en curso. De hecho, creo que esta lección ya la sabía -por el camino, por los viajes, por el laburo, por las misiones- pero siempre es bueno recordar que Él dispone con amor, como que une las partes rotas o las piezas aparentemente inconexas (como en un rompecabezas).

11 bis- Rezar con amigos es lo más. Porque es un momento compartido, de silencios y de charlas que es inigualable. Y aún sin recibir la Eucaristía, la Misa es un regalo. Dios presente. Presente perfecto.

Rezar con amigos. Mirar más allá en todos los sentidos. Abrirse a lo que la vida tenga de regalo…

12- La incertidumbre descoloca al ser humano. uf… Creo que de esto no hay mucho que decir. Ya todos nos dimos cuenta (una vez más) de lo que cuesta vivir sin certezas. Pero, normalmente, ¿qué seguridades tenemos? Quizás sea un poco más de lo mismo: caminar, abrirse a lo nuevo, dejarse sorprender.

13- ¡Ñoquis! Sí. Debo anotarlo como un punto aparte del ítem que hablaba de cocinar por gusto. De diferentes colores y sabores. El que quiera, está invitado a probarlos.

Ñoquis de calabaza y un rico Malbec.

Y esto sigue… Como decía la publicidad de Chandon «Hoy todavía no terminó». A esta cuarentena le quedan aun muchos días. Agradezco (y confieso con algo de pudor que también me aplaudo un poco por esto) poder vivirla como un tiempo de regalo.

Días de regalo

Puede sonar a campaña de shopping. Pero no se trata de eso. Es la intención mirar al presente con ojos nuevos. No sé bien desde cuándo debería contar la cuarentena.

El lunes trabajé hasta tarde en la editorial. El martes estuve acá, coordinando unas notas y me hice un estudio médico (la médica me llamó para ver si iba a ir y hablamos sobre lo prudente o no que podía ser posponerlo). El miércoles decidí no cancelar una entrevista en un café, en Flores. El jueves tuve que ir a la editorial a configurar accesos y desde que volví no salí. Soy un poco feliz porque aprovechando la informalidad de todo fui en bici.

Hoy es domingo. Y acá sigo, guardada. Como millones de argentinos y como no se cuántos en todo el mundo. «¿Ya están en cuarentena?«, me preguntaron hoy desde el viejo mundo. Y tuve que decir que sí. Me cuesta pensar que va a durar sólo unas semanas. No soy buena haciendo pronósticos, pero dudo que sean menos de dos meses (y si lo pienso un poco, creo que estoy pecando de optimista).

De a poco le voy encontrando el pulso a esta situación novedosa de estar cuarenteneada. No me cuesta estar en casa sino más bien la falta de rutinas de laburo, sentir que nunca llego, que nada alcanza ni es suficientemente bueno. Y una suerte de presión o algo que hace que mi cabeza esté en modo trabajo (no necesariamente eficaz, desde ya).

Tomar la vida como viene, me dijo ayer alguien del Hogar de Cristo a quién llamé por una nota. Creo que se trata un poco de eso… De aprender a recibir cada momento con amor y como misión. Y acá estoy, guardada. Disfrutando. Agradeciendo lo mucho que tengo. Con la esperanza de que todo esté bien.

Santo Domingo de la…

Hace siglos recibo el evangelio del día por mail: cuando empecé a recibirlo (porque traía una linda reflexión), vivía en lo de mis padres y tenía Internet vía teléfono. Por alguna razón, nunca me dí de baja de esa lista, aunque casi no lo leo. Supongo que porque cada tanto hay algo que llama mi atención o sirve para tener a mano una lectura sobre la que quiero volver o scrolleo el envío a ver si me gusta la oración que incluye de la Liturgia de las Horas. Hoy borrando mails ví el del domingo y mi vista se frenó en el santoral: el 12 de mayo es Santo Domingo de la Calzada. No, no sé quién es. Ni le tengo especial devoción. Pero aun así, es especial.

La localidad apareció a media mañana en una etapa que fue especial cuando hice el camino. Era la primera despedida fuerte del recorrido. Cada uno arrancó ese día a su ritmo. Habíamos dormido en Azofra, el albergue tenía un patio interno con una fuente donde poner los pies y en el pueblo había al menos uno o dos mercaditos donde compramos birra, vino y algunas cosas ricas para una picada que se convirtió en cena. Salí un poco más tarde que el resto de la «familia»: Luca y Juliana ya tenían en mente empezar a apurar el paso. Por alguna razón Paolo estuvo listo muy temprano y decidió arrancar solo. Quedábamos Íñigo y yo, se tuvo que aguantar unas paradas el primer tramo porque me dolía mucho una pantorrilla cuando empezaba a caminar. Llegamos a Santo Domingo de la Calzada (para ese entonces yo ya  sabía cómo seguía el nombre: «… donde cantó la gallina después de asada») con idea de recorrer la Iglesia y seguir cada uno su camino: él de vuelta a su casa y yo a Santiago. Pensábamos que ya habíamos perdido a los italianos (una pena, porque mi plan era seguir con ellos unos días más), pero volvimos a encontrarlos y desayunamos juntos (en el camino siempre hay tiempo para café o birra y un pincho de tortilla, no importa la hora que sea ni el lugar donde te encuentre el deseo de hacer un recreo). Todos nos alegramos. Paolo, Luca y Juliana, que ya habían tenido tiempo de descansar eligieron retomar el camino enseguida. Mi pausa fue un poco más larga. Pero me esperaban en Grañón, lugar en el que me habían recomendado terminar una etapa para vivir la experiencia linda del albuergue.

Nos encontramos, los chicos ya habían averiguado que había fiesta en el pueblo. Y habían decidido seguir camino: Luca y Juliana, con el deseo de llegar a Compostela en el tiempo que les quedaba. Paolo, no se bien por qué… Creo que por la idea de no poder dormir por el ruido o algo así. Nos quedamos un ratazo más en ese lugar. Nos reímos, comimos, nos refrescamos. Yo me quería quedar, pero también quería seguir con la familia un tiempo más así que apoyé la moción de seguir adelante pensando que avanzar unos kilómetros extras podía ser clave para que Juliana llegara a Santiago un día antes de su vuelo. Esperé a que los chicos terminaran con su ritual para prevenir/curar ampollas. Nos calzamos las mochilas y avanzamos hacia Viloria de La Rioja (unos 7 km más de lo que yo tenía previsto caminar ese día, con la idea sabia de hacer etapas más cortas, aprovechando que tenía mucho tiempo). Llegamos, cansados, pero satisfechos por el recorrido que habíamos hecho. Para mí, había sido uno de esos días intensos, que tocan una, dos y mil fibras del ser. El pueblo parecía un sitio fantasma. No había un alma. Golpeamos la puerta del albergue y nada. Nos cruzamos a un vecino y no sabía nada. Estábamos exhaustos. Luca y Juliana se quedaron con las mochilas y con Paolo fuimos a buscar el otro albergue, uno apadrinado por Coelho (emoji con ojitos levantados)… pero no sólo no había lugar sino que no nos sentimos bienvenidos. Averiguamos para quedarnos en un (el) hotel del lugar, pero los dueños partían de viaja la madrugada siguiente y no tenían ganas de recibirnos. Decidimos entonces probar suerte en el siguiente pueblo, a unos 4 km, pero antes de ponernos en camino averiguamos si había lugar en el albergue que aparecía en la guía. Tuvimos suerte. Ese tramo fue entre silencio, cansancio y mucho pensar y compartir sobre la decisión de haber dejado Grañón.

El albergue de Villamayor del Río era como una casa de campo, a unos 100 metros de la ruta que parecieron interminables. Estábamos en el medio de la nada. Y teníamos toda la casa para nosotros. Decidí no pasarla mal arrepintiéndome de no haber dormido en Grañón, me bañé rápido, lavé mi ropa y tomé una cerveza mirando el parque. Comimos un «menú del peregrino» casi sin hablar… estábamos filtrados. Había sido una etapa eterna. No quiero ni pensar cuántos kilómetros habíamos caminado bajó el sol fuerte del verano español y sumado al esfuerzo físico creo que todos habíamos tenido una jornada de silencio (y el silencio, en el camino suele ser sinónimo de muchas emociones y pensamientos puestos en juego).

Amanecimos al alba. Y Dios nos regaló un cielo estrellado para empezar la siguiente jornada. Creo que ese mismo día Paolo acuñó la frase de Santo Domingo de la Mierda*. Enojado porque según él a partir de ahí empezó su «mala» suerte. desde entonces hablamos mucho de Grañón y de no arrepentirse siempre de las decisiones que uno tomó. Y, en cambio, tomar lo bueno de cada situación y seguir en camino… hacia adelante. Y también alguna vez más salió la expresión, Santo Domingo de la Mierda que hoy recordé al pasar por el mail del Evangelio del Día que anuncia que el 12 de mayo se celebra la fiesta de Santo Domingo de la Calzada.

*Puede que sea una herejía, pero debo ser fiel a la expresión que tantas veces repitió Paolo, tiene un sentido. Todos tenemos algún lugar o momento o algo así. O no?

Balances

En diciembre escribía esto: «Hace cuatro meses partía a Europa con una felicidad tan grande que no cabía en mí. Al fin había llegado la hora de empezar una esperada aventura: el camino de Santiago. Pasó un cuatrimestre desde que subí al avión y poco menos desde que empecé a caminar. Volvería. Antes de llegar a Santiago supe que quería más de eso. Dicen que volver es importante. Y creo que así es. Me llevó un tiempo volver a mi vida que era la de antes y al mismo tiempo había cambiado. Hace unos días, tal vez un par de semanas, me escuché diciendo que había tardado en habituarme tanto tiempo como el viajado.»

Hoy, un año después de haber llegado al fin del mundo -qué gran regalo haber tenido días extras para caminar-, todavía siento esas ganas intensas de volver al camino. No lo puedo explicar y tampoco lo logro entender. Es una sensación extraña: como si este no fuera mi lugar. Y la verdad es que no tengo ni idea cuál es mi lugar. Esas líneas del principio, coincidían con un tiempo natural de balances: diciembre, fin de año, época en la que -con propósito o sin quererlo- tendemos a repasar los objetivos tácitos o explícitos del año. Quizás esta vuelta llega antes ese tiempo de evaluar o revisar. O, tal vez, es la necesidad de cerrar una etapa (y la falta de valor para concretarlo) lo que me está empujando a mirar ambos platillos y llenarlos no sólo con logros y conquistas sino también con eso que no me está saliendo como quiero.

¿Alguna vez te la pegaste fuerte?

El deseo fuerte de saltar. La certeza de que me voy a levantar. El fastidio conmigo misma por haber estado siempre tan preocupada por no tropezar. Siento que iba tan atenta a seguir en la senda que me estaba perdiendo el colorido del paisaje, la incertidumbre de no saber por donde ir o la emoción de tener que volver al camino.

«¿Alguna vez te la pegaste fuerte?», me preguntó una amiga hace unos meses… cuando yo le pedía la fórmula para arriesgar siempre, con tranquilidad y una sonrisa. «No», tuve que contestar y ella entonces remató: «Bueno, yo me la vivo pegando. Y siempre me vuelvo a levantar. Entonces, ahora cuando sé que no va por donde estoy yendo… puedo cambiar de rumbo: tengo la experiencia de haberme recuperado de los golpes». Estábamos en un bar. Fueron unos minutos que valieron por mil charlas TED sobre tomar valor y saltar. Desde entonces mi cabeza, que ya venía arremolinada, es un caos. El huracán Florence. Y dí pasos. Por primera vez en mucho tiempo empecé a mover piezas con las que me aterraba jugar. Y no pasó nada. En todos los sentidos posibles: por un lado, esa seguridad de que «no pasa nada, nada es tan grave»; por el otro… tampoco se armaron las olas inmensas que había imaginado. Y en el medio, tengo la certeza de que algo se está moviendo… tal vez lentamente y de modo casi imperceptible, pero con seguridad significará un gran cambio (como los desplazamientos geológicos, diría sin estar tan segura de mis conocimientos de geografía pero confiada en que la referencia se puede entender).

Encuentros

El camino es puro aprendizaje (sí, sí, como la vida misma). Es un espacio donde se evidencian muchas cosas. Por ejemplo, que las mochilas dificultan los abrazos. Vamos caminando con nuestras mochilas a cuestas -grandes, pequeñas, cómodas o no tanto-. Vamos con ellas con tanta naturalidad, que a veces hasta olvidamos que las llevamos. Lo mismo ocurre en la vida -creo que cada uno sabe bien qué es lo que viene cargando-, nos acostumbramos a ese equipaje que traemos (parte de nuestra historia, posiblemente con algo para soltar y otro tanto para atesorar). El tema es que, de pronto, te cruzás con alguien y querés abrazarlo -por la alegría del encuentro, por amor, por empatía con algo que le pasa, para despedirse… por lo que sea- y las mochilas interfieren en ese deseo. Supongo que algo de eso pasa también en la vida cotidiana. Eso no quiere decir que uno tenga que abandonar lo que trae por ahí… Pero a veces es bueno dejar a un lado el equipaje, abrazarse sin interferencias y después volver a calzarse la mochila, quizás ayudar al otro a sacar lo innecesario de la suya y permitirle que edite la propia sacando lo que ya no necesitamos. Y, quien sabe, después, disfrutar el caminar más livianos.

Pequeñas cumbres

ETAPA XII · Hornillos del Camino – Ítero de la Vega

El camino es irregular. Hay diferentes suelos, paisajes cambiantes y alturas desiguales. Esto último implica subidas y bajadas que pueden tocar en cualquier momento de la jornada. Ayer el plan era acabar el día en Castrojeriz, a unos 20 Km de donde había amanecido y justo antes de encarar un tramo de alrededor de 10 Km sin albergues y con una cuesta empinada de unos… No sé, ¿150 metros?

La compañía, el hecho de que aún fuera temprano, la sensación de estar bastante íntegra (hay unos músculos que me la hacen parir un poco a la mañana cuando arranco) y la idea de qué es mejor afrontar el desafío cuando uno viene con envión que al arrancar me hicieron seguir… Aunque llevo unas jornadas prometiéndome a mí misma hacer etapas cortas.

¡Castroeriz a la vista!

El caso es que la subida finalmente no era tan extrema. Demandaba cierto esfuerzo, pero se podía llevar bien. Igualmente la bajada (estaba advertida: era de un 18%). Cada uno subió con su cúmulo de justificaciones y metas. Y me di cuenta de que cada quien encaraba ese desafío de un modo peculiar.

Hay tantos modos de afrontar la subida como peregrinos en el camino.

Hay quiénes lo hicieron al trote, otros que daban pasos cortos y rápidos, algunos que preferían largas zancadas, unos ayudados por bastones, otros frenando cada pocos metros, algunos más de corrido… Nos veía subir (a mí, a mi familia del camino y a varios otros con los que nos cruzamos cada día) y pensaba en el paralelo entre como yo enfrento las subidas (el esfuerzo de subir siempre es menor al pánico de caer rodando al bajar), no sólo en la montaña sino en la vida real. Personalmente, creo que tiendo a darle para adelante y, de tanto en tanto, hacer un alto en el camino para ver lo alcanzado y tomar impulso para un nuevo trecho. Aca, además, tenía el valor agregado de ver el paisaje que quedaba atrás…

Familia

ETAPA XI · Burgos – Hornillos del Camino

Ayer, en Burgos,  me despedí -sin querer- de los italianos. Sabía que los iba a volver a encontrar. Pero aún así me sentía rara. Hoy empecé sola mi caminata y en un momento me di cuenta de que en lugar de disfrutarla estaba pendiente del momento en el que volviera a cruzarme con ellos. De pronto me di cuenta de que muchas veces hago eso: esperando lo que vendrá dejo de estar en el presente. Empecé a mirar alrededor y sorprenderme con el paisaje, otra vez nuevo, de lo que llaman mesetas. Las consagradas francesas hablaron de desierto y alguien me advirtió que el paisaje iba a ser igual y algo monótono hasta León.

Unos kilómetros antes de Tardajos me crucé con una polaca que viene más o menos al mismo ritmo que nosotros junto a otra amiga suya (aventureras las dos, un día escribiré algo de su historia) y charlamos un buen tramo sobre los motivos que nos mueven y las rutinas del camino (de esto también me prometo escribir). Llegamos a un pueblo y la despedí para desayunar. Ahí estaban Luca y Paolo que esperaron a que terminara y seguimos juntos el camino. La etapa, de poco más de 20km, terminó en Hornillos del Camino. Nos quedamos en un albergue con pileta… Pequeñas dosis de felicidad. Sobre todo, el encuentro con los italianos. Nos separamos ayer a la tarde y hoy teníamos un sinfín de cosas para compartir. No paramos de hablar y reirnos. Eso fue genial… Casi tanto como disfrutar unas birras en la pileta, charlando en inglés sobre la vida misma: lugares, sueños, miedos… todo.


Hogar

Sin que me diera cuenta, me regalaron un hogar. La escala de Madrid -que incluyó un par de largas caminatas para redescubrir la ciudad- me obligó a poner en pausa el deseo de empezar a peregrinar. Me di cuenta de que o dejaba eso en stand by o no iba a disfrutar nada de lo que viera acá. No lo logré 100%, pero salió bastante bien. Ayer, después de un buen paseo turístico -bajo un envidiable cielo celeste- me encontré con un amigo del colegio. Sacamos la cuenta… No nos vemos desde hace 5 años. Y bastaron unos ¿5? ¿10? minutos para volver a hablar como antes. Nos pusimos un poco al día. Laburo, salidas y demás… Hasta compartimos algo de miedos y proyectos. Bromeando, recordando birras en la vereda mientras brindábamos con un gin tonic en la terraza del ayuntamiento*.

Le agradecí la salida. No tanto porque había sido un lujo (realmente lo fue), sino por ser amigos. Por hacer tan fácil ese salto de la distancia al encuentro. Me doy cuenta de que muchas veces cuesta eso de «ponerse al día» pareciera más simple no hacerlo… Y, sin embargo, los dos nos tomamos el tiempo. Y lo disfrutamos. La noche, btw, estaba impecable. Luna llena, algo de viento y una vista impecable de Cibeles y alrededores.

Pero no era sobre eso que quería escribir. Sino de la paz que encontré cuando, ya fuera del circuito turístico, entré al Santuario de Schönstatt. Hay dos en Madrid (tengo entendido), yo fui al que está en la ciudad. Recordaba el trayecto perfectamente -lo hice hace 16 años en un día de sol radiante como hoy… Tal vez con unos grados más-. Eso me sorprendió. Y me gustó la sensación de entrar como si estuviera en casa.

Cada vez que voy al santuario (así, en genérico, porque me pasa en todos) pienso en las palabras del Padre Kentenich cuando entró al de Nueva Helvecia (Uruguay): «Vengo del hogar al hogar». Es increíble que el Santuario (todos, cada uno) tengan esa cualidad de ser acogedores. Me tomé el tiempo de pedirle a la Mater que se ocupe. Empecé con trivialidades climáticas y terminé rogándole que transforme mi corazón. Ojalá.

*Realmente vale la pena ir. Hay restaurante que funciona durante el día y una barra abierta a la noche.

Plan sin plan

Siempre oscilo entre cuidar cada detalle y confiar en la Providencia. Este viaje no es la excepción. De pronto se acerca la fecha y me doy cuenta de que hay mil cosas que voy a querer hacer. Ya que voy al País Vasco, puedo pasar por el Museo de Balenciaga. Y también podría, una vez que llegue a Santiago, volver pronto a Madrid para disfrutar de la Semana de la Moda (no había tenido en cuenta ese detalle). La idea de pasear por Portugal lucha por mantener el primer puesto pero tiene un par de buenos planes que le compiten fuerte. Claro, no es algo que vaya a definir ahora sino más adelante. Digo que se trata de eso: de confiar, de dejar que fluya, de estar abierta a lo que aparezca. Pero no es tan simple vivirlo como decirlo. O sí. Tal vez el secreto sea vivir hoy y ya, sin miedo a perderme nada (y, después mirar para atrás sin reprocharme nada tampoco).

Todo pesa

Si. Ya sé que la expresión es «todo pasa». Eso dicen. Pero hoy es un día en el que siento que todo pesa. El cuerpo en estado gripal y con tos de varios días, el pasado (así, de una: no tanto los hechos destacados sino las decisiones cotidianas de otra época…), la ropa en la mochila, las hojas del cuaderno que quiero llevar, la cámara… Estuve armando el equipaje anoche y, claramente, eso debe haber influido para que hoy me levante con estos pensamientos… ¿Quién sabe? Tal vez hasta soñé con la balancita.

Pesa en la mochila lo que llevo por las dudas… Sé que me va a pesar. Pesan en el ser tantas veces que me aferré a ideas demasiado estrictas (propias y ajenas). Pesan en el día a día los miedos. Pesa el deseo insatisfecho y también los ideales empolvados y los sueños olvidados en un rincón. Pesa mi incapacidad para dibujar o tocar la guitarra (sobre alguna voy a trabajar).

Y algo me dice que todo lo que pesa también pasa. Sí, sé que todo pasa [alguna vez me recordaron que escribí un tweet celebrándolo]. Lo sé porque la vida misma se ocupa de señalarlo una y otra vez. «Esta tormenta también pasará», dicen que dijo alguna vez Juan Pablo II. Sin embargo no creo que la certeza venga de ahí sino más bien del hecho de que la ilusión de ponerme en camino me hace sentir liviana; del tener recuerdos que me hacen sonreír aún en los peores momentos; de tantas postales que llenan mis ojos de brillo.

Todo pesa y todo pasa.

Supongo que en ambos casos es clave la confianza, la de verdad. Tal vez sea una buena fórmula liberarme de lo que hace más duro el caminar y disfrutar con todo lo que viene… así, como llega.